miércoles, 17 de marzo de 2010

Crónica defeña

Tarde de “metro”

La aglomeración espera cada vez un poco más impaciente. Cada vez más cansada y desgastada detrás de la línea amarilla que indica precaución. Los niños toman la mano de sus padres, algo disgustados porque desearían juguetear un poco antes de que los vagones anaranjados lleguen. Una señora, con su hijo en brazos, ya no sabe ni con qué secarse el sudor que brota copiosamente de su frente; porque abajo, en las entrañas de la ciudad, el calor se vuelve intolerable.

Por fin, al fondo de la caverna de concreto, se logra dilucidar una pequeña luz que hace que el pie del señor ejecutivo suspenda su golpeteo constante contra el suelo. De alguna u otra forma cada quien demuestra su prisa como mejor le plazca. Y Conforme el “metro” va deteniéndose, la gente se prepara para el abordaje. Hay pequeños empujones y algunos disgustos por las personas que tratan de acaparar, a como dé lugar, un espacio que les permita encontrar un buen asiento para descansar un rato. Ya dentro, un sonido firme y aturdidor empieza la cuenta regresiva de 13 segundos, y es precisamente ahí cuando hay que estar atentos, porque las peripecias pueden suceder en cualquier momento: los amigos de secundaria aprietan el paso y bajan las escaleras a toda velocidad; el tiempo no es suficiente y no quieren otro retardo en la escuela. El señor con portafolio llega echando los pulmones; fue una gran carrera la que emprendió en los últimos 15 metros que lo separaban del vagón. Milagrosamente, un joven no se quedó sin su brazo y alcanzó a retirarlo (apenitas) antes de que la puerta lo machucara. Hoy salieron librados, porque no han sido pocas las veces en que he visto a personas atoradas. Individuos suspendidos de su mochila o corbata que se convierten en la burla de los señores usuarios.

Ya instalados en el vagón, los novios sentados en el rincón no pueden soportar las ganas de deleitarse con un gran beso-baboso que inmediatamente atrae la mirada de una anciana que sólo los contempla con cara de “qué descarados”. Los tiempos han cambiado, no lo duda, pero lo que le causa escozor es que ya ni siquiera el caballero que va cómodamente sentado en el asiento “reservado” le cede el lugar a la mujer que transporta en su vientre a una persona de 7 meses de gestación, por lo que se ve éticamente forzada a ofrecerle el lugar a la señora embarazada. También están los alienados que se encierran en su mundo y colocan sus audífonos para escuchar música, y que nadie los moleste.

El “metro” se detiene en la estación contigua, de la cual ascienden y descienden los pasajeros que crean una especie de remolino salvaje del cual no es fácil salir. Con el vienen los primeros vendedores de la tarde. “Lleve dos cajitas de chicles Trident por cinco pesos”, dice la indigente que con bastón en mano abre brecha por el pasillo hasta llegar al otro extremo del andén. Esta vez no hubo venta.

Ahora toca el turno al vendedor de discos en formato mp3 que llega anunciando con bocinas rompe-tímpanos (de esas que en el centro venden por 600 u 800 pesos con todo y mochila incluida) los éxitos del reggaetón. La pareja de novios que no deja de comerse a besos no vacila un momento y levantan la mano para que el disco-nauta lleve, hasta su lugar, el preciado disco quemado con 121 temas.

Hay que transbordar, a veces, para llegar al lugar que deseamos. Se vuelve necesario recorrer pasillos que parecen no tener fin y subir escaleras que no funcionan y que pueden provocar la exhalación desafortunada de una chava con uniforme de Kentucky que no puede evadir de su pensamiento que otra falta en el trabajo y será despedida. Sin embargo, recarga baterías con una congelada que compra en el pasillo, el mismo en el cual, metros adelante, un niño con obesidad infantil pre-diabético adquiere papas Sabritas de contrabando a un precio módico.

De un tiempo a la fecha, los vendedores subterráneos se han reproducido por todo el “metro” y lo mismo se puede encontrar chocolates caducados, que variedades de fruta de temporada que es vendida por kilo.

Durante el trayecto no falta el desfile de mujeres guapas, aquellas que atraen las miradas lascivas de los hombres que desconocen el significado de la palabra “disimular” y “respeto”. No hace mucho se escuchó la noticia del hombre que se disfrazaba de mujer para tocar las partes íntimas de las mujeres. A ese extremo puede llegar el lujurioso mexicano que viaja en “metro”.

De nuevo hay que subir al andén y pronto las notas musicales del acordeón de una joven indígena inundan el lugar con un tema de los Tigres del norte. Su hijo, envuelto en un rebozo que lo mantiene atrincherado contra la espalda de su madre, se limita a mirar con sus negros ojos la indiferencia de la gente. La cual, por suerte, no puede reconocer aún.

A lo lejos, se ve a una bolita de amigos que se acerca. Ríen jocosamente de algo que desconocemos. La señora que va sentada al lado de ellos no puede evitar llevarse la mano a la nariz un momento y aguantar la respiración. Porque esa bolita de amigos albañiles lleva en su fragancia natural un olor que evidencía una larga jornada de trabajo levantando botes de mezcla y tabicones bajo un sol inclemente. A veces a eso huele el “metro”: a sudor, a suciedad, a Pinol y a pizza personal. Luego, con el transcurso del día, forman un crisol de efluvios que pocos pueden o se atreven a descifrar.

Como buen lugar con identidad mexicana, las leyendas urbanas se hacen presentes: que hay que tener cuidado mientras se espera el “metro” porque existe un psicópata que empuja a los usuarios hacia las vías o que en los últimos vagones, sobre todo en la noche, se reúnen los homosexuales que acosan a los pasajeros que no lo son.

Así se va la vida en el subterráneo. Ahí se dan la desesperación, el amor, el enojo, el libertinaje, la alegría, la desilución y todo lo que llevamos a cuestas como mexicanos. Mexicanos que lo único que buscan es llegar con bien a su destino.