lunes, 12 de julio de 2010

El primer beso


Dorados sean los años virginales en los que floreció nuestro fervor por lo carnal, por el tacto de otras manos con las nuestras, por los brazos que rodeaban aquella cintura de quien con un beso nos demostró para qué se usaban los inflamables labios. Así es, hermanos: brindemos por ese primer suspiro y por las noches en las que largamente recreábamos la escena de aquél ósculo, baboso y bendito.


En esos tiempos no había otra cosa más que esperar a la salida de la escuela y llevar a su casa, tomados de la mano y caminando sobre las calles empapadas por las lluvias de agosto, a Anahí. Ella era sumamente encantadora: poseía un largo cabello sinuoso de un negro azabache, rostro angelical, ojos color café cucaracha y cuerpo adolescente que voluptuosamente dejaba atrás al de niña; pero sus dientes... eran un homenaje a Luis Felipe Tovar. Por supuesto, a mi no me importaba, pues no existía cosa más deliciosa que morder sus tiernitos labios.

Con el tiempo, y los despropósitos de los compañeros que despectivamente le decían "dentadura de Gremlin", Anahí, aun contra nuestra voluntad de enamorados, decidió asistir con el Dr. Villagrán y solucionar con brackets su problema. Pasé semanas sin entender lo que decía, y si me decía algo, la atención era acaparada por sus ligaduras elásticas en la zona posterior de su boca: haciendo la función de mejorar su mordida y de que su saliva escapara por las comisuras. Atrás quedaron las palabras dulces (entendibles) que cada tarde me decía al oido, sentada en su pupítre, detrás del mio.


"¿Y mi beso?", reclamaba en el colmo de la exasperación a Anahí, que con dificultad para abrir la mandíbula me decía que sólo hasta que se acostumbrara a los brackets podríamos regresar a ellos. Yo bajaba la mirada y caminaba hacía el rincón del salón.

Preso de mi deseperación, pensé varias veces en romperle su madre a Villagrán, quien daba como tiempo de correción al problema dentomaxilar de mi amada un par de años; y de paso, buscar en su consultorio algo, un remedio para quitarle esos fierros que me negaban la caliente dicha de disfrutar las babitas de Anahí.

Aunque no lo aparentaba, ella era, como dirían los clásicos de la gastronomía de pueblo, "de buen diente": disfrutaba el ir a los mercaditos sobre ruedas que se ponían todos los sábados y comer panuchos, tortas de cochinita pibil, tacos de mixiote y sus respectivas dosis de consome y barbacoa. Cierto sábado me llamó por teléfono y la noticia era más que esperada:

- Veámonos hoy, tengo algunas cosas que darte-, me dijo mientras reía pícaramente.

Eso sólo significaba una cosa: el proceso de adaptación a sus aparatos bucales había concluido, y por lo tanto quedaba oficialmente inaugurada la temporada de besos... y de lengüita.

- Voy enseguida-, contesté conforme comenzaba a salivar del antojo. -Babitas de Anahí-, pensé.

Tomé el primer pesero con rumbo al paraíso y no tardé ni diez minutos en llegar hasta la puerta de su casa. En efecto, el lugar donde vivía no era ningún paraíso terrenal, más bien se asemejaba a cualquier gueto africano: con niños mocosos y en arapos, casi pulgosos, y vagos entrándole a la bacha. Ahora que lo pienso, mi calentura era cabrona... Pero ahi estaba, sentada en las escaleritas que se encuentran justo en la entrada de su casa y, para mi suerte ,la noche caía poco a poco.

Suelen decir que el hambre es cabrona, y quien la aguanta más, y yo no sólo tenía hambre, sino que también sed, sed de los besos de Anahí, regalo de los dioses; así que sin ni siquiera decir "buenas tardes" la tomé por su cabeza e introduje mi esponjosa lengua sin importarme el destino. Fue cuando clarito vi, entre su mirada saltona y bajo la luz de su farol chino, cómo un pedazo de masa irregular se desprendía de alguna estructura de sus brackets y se introducía en mi boca; como quien comparte un chicle. El saborcito de ese pedazo, que descifré con pericia de glotón, era ni más ni menos que de carne de res bañada en adobo de achiote, almacenado durante largas horas en su hocico... No la volví a besar esa noche, ni las siguientes.


Cuando creí que sin excepción todos los besos que daría en mi vida serían similares o mejores al primero, no contaba con el beso maldito de Anahí.

De ahi en adelante, supe que siempre se debe preguntar si "¿ya se lavaron los dientes?"a las chicas que tienen brackets y que se disponen a plantarme un beso en el océano. Si alguna vez les pregunto eso, no me lo tomen a mal, sólo soy un chico con una experiencia traumática.